lunes, noviembre 30, 2009

LA CITA



"Debe estar hermosa" pensó mientras cruzaba la calle en medio de la lluvia. La noche aun no era tan profunda para ocultarlo de la vista pero su apariencia inofensiva y enfermiza lo volvía inexistente. Logro llegar al puesto de flores corriendo un poco,
lo suficiente para entrecortarle el aliento, y despertar extrañas conjeturas en el dueño, que lo conocía desde hacia muchos años.
Pago justo y se fue rápido dejando detrás de si, flotando entre la humedad y la oscuridad, un "Voy a ver a alguien" que despertó una sonrisa en el florista cansado por el final del día y la poca recaudación. El viento se torno mas intenso y tuvo que encorvar los hombros dentro del blazer para no claudicar. Miro las luces
sin ver el colectivo y volvió a pensar en ella.
El sueño se recorto entre las siluetas de luces y sombras. Allí estaba ella, dormida bajo las lámparas ámbar del cuarto vacío. La piel tersa de su rostro no era capaz de esconder las imperfecciones y las tímidas arrugas de la mediana edad. Los trazos de la genética habían definido una amplia frente y unas finas cejas para caer en la inmensidad de sus ojos como una cascada de vida, ahora dormida. El espectro ocre del arco de la nariz apenas surcaba la delicadeza del rostro para ser completado por unos labios plenos de un rosado tímido casi libido.
El estrépito del colectivo al frenar lo volvieron del sueño y descubrió con estupor que su mano, frenética por el recuerdo, había oprimido el tallo al punto de quebrarlo. Pago el mínimo y se sentó en la mitad del colectivo. No tan atrás como para parecer un inadaptado ni tan adelante para ser tildado de descortés al no dar el asiento a una anciana o una embarazada. Miro el paisaje mecánicamente en tanto su mente volvía hacia aquel rostro y aquella piel que con tan naturalidad contemplo, toco y perfecciono.
Si, podía saborear el gusto embriagador del contacto de los productos con la blancura. Como los potentes colores transformaban la lividez de la piel y como sus manos aumentaban la belleza con delicados trazos que habían sido permitidos de antemano en un acuerdo silencioso entre ambos. Empaño el cristal suspirando el deseo de volver a verla. La lluvia había vuelto la noche en frío tan rápido como había llegado a destino.
Miro la flor, aun viva a pesar del tallo mellado y bajo del colectivo.
Subió las escaleras con tanta rapidez que la sangre, en el esfuerzo, le quemo los muslos. Antes de entrar sostuvo el aliento para tratar de calmar los nervios.
La luz era tenue, amarillenta y el aroma del ambiente de un dulce acido y floral rápidamente lo cubrió como un velo. Se abrió paso entre la gente, invisible en su inexpresión y logro verla.
Estaba más hermosa que antes. Su sonrisa resplandecía dormida, tan perfecta como él la había dejado varias horas antes bajo la escrutiñadora luz de la morguera. Se acerco, dejo la flor cerca de sus manos y la beso en la frente para sellar la inmortalidad de su amor y de su trabajo. Nadie lo reconoció. No tenían porque hacerlo. El estaba presente en aquel maquillaje perfecto que arrebataba la muerte de la belleza y la convertía en sueño.

(Pintura: El Beso Gustav Klimt)

martes, septiembre 22, 2009



Salió del local de la calle Guemez, con una extraña expresión de satisfacción en el rostro, propia de un triunfo en el casino o la adquisición de un premio, mas que de haber logrado conseguir el cuchillo de hoja larga que llevaba envuelto en una bolsa de regalo.
Es cierto que debió conseguir un bisturí, era mas propicio hasta más fino, pero la necesidad es la madre de las respuestas rápidas y “la cosa” ya no podía resistir mas retrasos.
De pie en el living de su casa, a oscuras, contemplo el hipnótico fulgor de la hoja de acero obviando la grotesca marca impresa en el borde del mando, “La Fruta” decía y le revolvía el estomago sublimar a tamaña indignidad el mas precioso de sus actos.
Decidió conservar el ayuno por tres noches hasta decidir el momento en que “La cosa” fuese llevada a cabo. Pero el cuerpo es mas débil que la voluntad y termino aquella noche en una pizzería del centro tirando por la borda el ayuno pero no “La Cosa”.
Pensando en las estrechas calles de Londres del 1880 se encamino hacia Barrio Norte. Apretó la delgada hoja imaginando como habrían sido aquellos parajes. El olor acre del Tamesis, el hollín de la era industrial naciendo fuera de control y el repiqueteo constante de los pasos de las prostitutas en busca de clientes.
Sonrío con placer, ahí era donde le tocaba entrar. En la representación del infame criminal del East End, con la noche como manto y el anonimato como aliado. Jack el destripador, era su papel, el rol principal en una serie de crímenes, planeados, que lo convertirían en la re encarnación del mal.
Caminaba lentamente pensando en como habría de gozar, no solo con “La Cosa” sino con el juego que entablaría con las autoridades. Una persecución de la que se sabía triunfador ocupaba sus fantasías como un almíbar tangible que le embriagaba la garganta.
Vio a la mujer a lo lejos. Era un poco más exuberante de lo que había soñado pero de todas formas, bella, esbelta. Un exponente perfecto de las mujeres de “vida fácil” que serian su manjar.
Se acerco sigiloso tratando de espantarla levemente, pero no lo consiguió. Quizás la rutina de la noche habían aguzado los sentidos de la joven pero nada la prepararía para “La cosa”. Combinaron un precio y con confianza desmedida sugirió un parque cercano para completar la transacción carnal.
Con un mohín de superioridad siguió las abundantes caderas hasta un banco medio carcomido por la humedad que serviría las veces de cama y de tumba, pensó.
La joven se sentó con cansancio y se quito la blusa con soltura mientras extendía la mano hacia su cinturón con habilidad.
Cerró los ojos y mecánicamente tomo el cuchillo de su bolsillo saboreando “La cosa” a l alcance de la mano. Pero mientras el corazón se le aceleraba y la respiración se le a trancaba en los labios la joven fue capaz de ver el brillo de la hoja y con un certero uppercut de izquierda le partió la mandíbula al grito de “Que te crees boludo” en un tono grave y masculino que le hicieron temblar las rodillas.
Humillado y adolorido se quedo tirado en la plaza pensando en la ironía de querer re encarnar un asesino y terminar fracturado por un travesti.

Tanto tiempo...


Basta de araganear a ponerse a laburar!

jueves, enero 08, 2009

CENA CON AMIGOS



Yo también quise a Clara. Tanto o más que él. El frió de esa mañana de abril era apenas imperceptible a causa de la corrosión que me provocaban los celos. Ni siquiera la presencia continua de las lapidas, la vos del cura, el aroma de las flores eran capaces de romper el conjuro del odio que sentía por el patrimonio del dolor que rodeaba en dos bandas de oro el anular de Eduardo.

Rodee su hombro para darle el apoyo que no podía brindarle de corazón y el viento me llevo lejos cuando los tres teníamos esa amistad especial que nos hacia sentir fuera del mundo. En alguna forma ambos girábamos dentro de la orbita luminosa de Clara. De aquellas canciones de cuna después de la segunda botella de Merlot o de sus mañanas brillantes en el taller creando vida con yeso. Ambos la amábamos entonces pero solo Eduardo tuvo el valor de decirlo.

Fue entonces que para olvidar a Clara me perdí en la noche de las calles conocidas y en los bares de conversaciones casuales. Solo conseguí perder el tiempo y la sobriedad. Viaje lejos para el casamiento, casualidad del destino que el diario me mandara a cubrir una cumbre de presidentes de protocolar inutilidad.

No hubo felicitaciones ni despedidas. Solamente tiempo. Y con el tiempo distancia. Y con la distancia algo de olvido. Parece ilógico, casi ridículo, pero el amor destinado al olvido es casi como la letra amarillenta de un bolero: Dulce y lacerante.

Durante años pensé que había logrado dejar atrás los hilos tensores que nos habían unido y separado pero la muerte de Clara había jalado de ellos dejándome aun mas solo que antes. Y otra vez tenia que compartirla con Eduardo.

Esa noche no se cual de los dos tomo mas, pero nuevamente fue él quien le gano a mis palabras. Arrastrando las palabras con casual tranquilidad fue capaz de desnudar todos los recodos de la distancia que nos separo a lo largo de su vida con Clara. Siempre lo supo. Lo presintió. Y supongo, que en algún momento, ella también. La tristeza de la verdad encadenada en su espantosa borrachera me avergonzó y, a la vez, me lleno de remordimientos.

Por fortuna. Eduardo se quedo dormitando la pena de ser viudo reciente y yo me escurrí, de nuevo, pero esta vez me lleve la resaca y la culpa. La muerte de Clara se había convertido en una tragedia ambigua de calabazo con hitos de falsa libertad.

El diario me tomo como redactor y me olvide de a poco de Eduardo. Pero no de Clara. Ella estaba ahí espiando mi vida. Ojeando los momentos de soledad desde la oscura barrera de la muerte. Acechando en mis fantasías con mucha más intensidad que cuando solíamos ser amigos.

La ausencia de Clara era un dolor físico. Un traumatismo constante atrapada entre la piel y el alma que quitaba el sueño y atrapaba cada segundo de rutina en su esencia perdida. Solía pensar, más de lo que hubiese querido, que tal vez Eduardo sintiese lo mismo y la culpa volvía a enredárseme con infame puntualidad.

Muy a mi pesar no pasaron muchos días hasta que volví a saber de Eduardo. Su voz en el teléfono sonaba inusualmente desprovista de dolor y en el eco de las consonantes había un dejo sutil de euforia. La política y la actualidad se condimentaron de chistes sin gracia y poca inteligencia, no comunes en la dialéctica de Eduardo y, antes de cortar, con una sonrisa imaginaria en los labios musito una invitación a cenar.
La tardanza en la respuesta, que pretendía aplacar la audacia de la invitación, paso inadvertida para Eduardo. Poco le importaron los compromisos fingidos que creí recordar o las entregas inexistentes que prometí al editor, simulando que su carácter displicente hacia el trabajo era todo lo opuesto y que cada demora solía pagarse con suspensiones.
Eduardo chasqueo la lengua confiado en que sus ultimas palabras flanquearían cualquier compromiso, “Clara va a cocinar, no te lo podes perder”, dijo con una naturalidad cruel que no podía ser simulada. No debía serlo.
Acepte y no lo contradije. No se porque. Podría fácilmente atribuirlo a la culpa que me seguía como la sombra pero acaso fue la presencia más vergonzante de todas: la lastima. Lastima por Eduardo. Lastima por mí.
No volví a dormir esa noche. Ni la siguiente. Me inquietaba el habla casual de Eduardo, su alegría incomprensible y la rubrica de la invitación blasfemando el nombre de Clara para asegurar mi compromiso.
Por desgracia la cena llego demasiado pronto para llegar a esbozar una hipótesis sobre el comportamiento errático de mi amigo. No compre nada. NI vino ni mazas. Ni Postre o un cigarro. No quería alentar sus ensueños equivocados sobre el destino ni mis aprensiones culpables sobre el recuerdo de Clara.
Quizás todo comenzó cuando tome el ascensor que tantas veces me llevo al refugio que solía envidiar en secreto. Sentí un vació repentino en la boca del estomago. No era temor por enfrentar la psicosis de Eduardo o mis propios demonios engarzados en las memorias. Un alo anticipatorio me enrojeció las mejillas como si estuviese a punto de dar el primer beso de la vida.
El freno del ascensor me provoco un pánico irracional como si estuviese a punto de despertar de un sueño profundo. Junte valor, atribuyendo todo lo que pude mi extraño padecimiento a la culpa por ver al amigo que había logrado quedarse con el amor que mas deseaba.
Camine lentamente hasta toparme con la numeración del departamento, brillante cobre sobre la madera, reflejando la armonía interna que siempre quise para mi. Escuche tenues palabras y alguna risa apagada. Por alguna razón creí haber vuelto en el tiempo. Escuchaba como una sinfonía los sonidos que solía escuchar cuando aun éramos inseparables. Cunado los celos no eran tan cáusticos ni el dolor de la perdida tan grande para alejarme.
No se como golpeé a la puerta ni como fui capaz de escuchar como Eduardo decía con tono afectuoso “Deja amor, yo atiendo…”. Su sonrisa despreocupada guió mis pasos por el living que fue testigo de tantas noches de charla. Sentía el perfume de Clara en el ambiente y los ecos lejanos de sus pasos familiares al moverse por la cocina. El sopor me invadió por completo y jamás sabré como fui capaz de contener las lágrimas del miedo o la emoción.
La certeza de la presencia de Clara era tan pura y genuina que no pude atreverme a acusar a Eduardo de locura. El aroma de la comida era impreciso pero delicioso. Eduardo me palmeo el hombro y puso en mi mano temblorosa una copa de vino mientras hablaba de un libro apasionante que lo había dejado sin dormir varias noches.
Un peso invisible oprimía mis costillas y hacia que el alterado latido de mi corazón se escuchara directamente en los oídos como el efecto no deseado de una borrachera.

Me hubiese gustado saber si Eduardo había enloquecido y si la culpa, la pena, la perdida y el vació me habían arrastrado junto a sus delirios. Me hubiese gustado saber su aquello era un sueño en el que ambos nos recontábamos con la mujer que amábamos pero el miedo derramaba espasmos en mis gastos y en mis manos y no fui capaz de levantar la vista cuando la cena estuvo lista. Solo vi brillar la alianza de Clara frente a mis ojos una vez antes de sentarme a la mesa.

*Pintura: Han van Meegeren, (Henricus Antonius) 1889-1947