jueves, noviembre 23, 2006

LA SOMBRA INVASORA




Reconocí, con estupor y tristeza, el cadáver del profesor. Su cuerpo se tendía débil sobre la cama, sus ojos conservaban, en el apagado reflejo, una terrible expresión de horror. Entre sus manos oprimía furiosamente un viejo cuaderno con tapas de piel.

José Doyle me había considerado una buena discípula. Con el correr del tiempo nuestra relación había rebasado los niveles de una amistad común y nos adoptamos mutuamente; fui para él la hija que no tuvo y el fue para mi el padre que perdí.

Esa mañana la policía había acudido a mi, para solicitarme reconocer el cuerpo del profesor. Aparentemente había fallecido a causa de un paro respiratorio, en el cuarto húmedo de una mugrosa pensión en la Boca.

Estuve sola en el cementerio. Aquellos amigos que habían aplaudido los logros académicos y que habían compartido las delicias de la fama, ahora brillaban por su ausencia.

Volví a la pensión para llevarme los papeles y libros que el profesor guardaba como un tesoro. La casera había sido muy clara, “ Tiene toda la tarde para juntar las cosas o las mando a quemar “, dijo.

Cada libro representaba un recuerdo, cada papel una anecdota. Parecía mentira que una vida entera entrase en el contenido de una caja de cartón. En medio de una pila de papeles apareció el viejo cuaderno de tapas de piel que había visto preso en las manos muertas del profesor. Lo abrí y mi atención se perdió en imaginativos cuentos y ensayos, escritos de puño y letra por mi tutor.

Había una narración al final que terminaba abruptamente, como si ella hubiese sido un último legado. Comencé a leerla desde el principio:

“ La noche se extinguió en los relojes con precisa puntualidad. Una vez más intenté rehuir la oscuridad, con el brillo engañoso de las velas, y procure conjurar el sueño en mil y un formas pero el cansancio no llego.

Resignado apague las luces y me acosté con la mecánica ceremoña de aquellos soldados que velaban la seguridad de los fuertes antiguos. Como ellos, aguardé la llegada del invasor.

Esta allí es una amenaza muda y súbita.

Cierro los ojos esperando que desaparezca que se desvanezca con la misma naturalidad con la que s e materializa pero no lo hace.

Permanece férreo, respirando al compás de la brisa. Sus ojos inexistentes, me escudriñaban como un párroco en la confesión, acosan mi sueño como una amante celosa. Lo odio y al hacerlo se expande en su negrura, colma lentamente la pared de venas oscuras por las cuales corre la sangre de mis miedos.

Trato de volver mi mente a la razón, que rige mi vida. Me explico, intento convencerme, en silencio que solo se trata de una sombra deforme. Que solo es el reflejo simple de un objeto concreto, tal vez un árbol o un edificio. Pero su forma continua moviéndose hacia mi con la naturaleza que solo poseen los monstruos.
Como un conjuro macabro, el inesperado invasor pretende alcanzarme con sus palabras engañadas de viento intenta convencerme de que lo escuche pero sé que, indefectiblemente, él ha venido a guiarme a la muerte. No puedo acallar su voz, recito con fuerza poemas de Neruda de los que no recuerdo el nombre, pero aún lo escucho.

Abro los ojos y decido enfrentar a mi enemigo. Aparecen de la negrura dos enormes ojos y una mueca fría de felicidad, malsana, se materializa en el espacio de su cuerpo. Pronuncia mi nombre con potestad. Sé que reclama mi alma al mismo tiempo que presiona y ahoga mis pulmones...”


Cerré el cuaderno con miedo y tristeza. Sin darme cuenta las horas de la tarde se habían esfumado en el transcurso del relato y las sombras de la noche habían tomado por asalto el pequeño cuarto. Mis ojos se empaparon en lagrimas al pensar que el profesor había experimentado una súbita psicosis. Entonces desde las sombras alguien pronunció mi nombre. Volví la vista y sobre la pared una forma se extendía perseguidora e inquisitiva.

Tomé la caja y salí del cuarto lo mas rápido que pude. La distancia que me separaba de la puerta, que antes me había parecido de no mas de una pulgada se transformó en un interminable corredor de oscuridad y de terror.

Mi nombre una y otra vez, acechante como la muerte, se propagaba en mis oídos como una infatigable letanía.

Finalmente di con la puerta y la abrí. La luz del pasillo inundo la habitación, con la misma fuerza con la que la que un vendaval azota el campo en verano.

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