lunes, abril 03, 2017

La Charla

El mundo se divide en dos clases de personas. Aquellos que durante una espera entablan conversación y los que guardan silencio. Habitualmente me cuento entre los sufridos representantes del segundo grupo. No es que seamos poco sociables o no hallemos temas de plática es, simplemente, que la espera nos provoca un cierto letargo que aprovechamos para escapar de la realidad. Una mañana de mayo, en una repartición publica que no recuerdo, me sumergía en otra espera onírica al abrigo de un ventanal soleado cuando una señora mayor se sentó a mi lado. Por lo poco que me dejó apreciar aquel sol volcado a raudales era una mujer de casi setenta años, de cabello corto, oscuro y de una fisonomía más bien robusta. Por un instante entornó los ojos y creí que compartíamos la aversión por iniciar conversaciones para matar el tiempo, pero me equivoque. “Hay cosas que nunca cambian – comenzó – esperás para nacer, esperás para crecer y después esperás para morir”. Y cuando esperaba un remate aún más pesimista que coronara el discurso ella rió con tantas ganas y naturalidad que me contagió el humor. Me miró de forma franca y comenzamos a hablar del espíritu melancólico que tenemos los porteños. Quizás por el tango o por la herencia inmigrante solemos ver todo con un tinte gris de paredón de invierno. Ella se confesó un poco alejada de aquella melancolía. Venía del campo y había trabajado tan duro que nunca llegó a completar la primaria. Agradecía en el alma que la ilustración le hubiese alcanzado para leer y escribir. A partir de entonces los libros habían acompañado su vida. A veces presentándose complejos, a veces aburridos, pero la más de las veces como preciosos tesoros que dejaron huella en su memoria. Nombró a los romanceros españoles. A Otelo y a Los Siete Locos como los más memorables. A Cortázar y Borges como los más complejos y con una media sonrisa admitió su amor por Bioy Casares y sus palabras de sueños. Se había casado joven y aunque la diferencia de edad le presagió una viudez temprana, había sido inmensamente feliz. El vaivén de su vida también le había deparado un contrapunto a la soledad. Su hija única, que la llenaba de orgullo, la había acompañado a través de los avatares diarios hasta los momentos decisivos. Desde aprender la tablas de multiplicar hasta tener el primer hijo y el primer nieto. Se volvió con un dejo de melancolía en los ojos oscuros y sonrió envuelta en un velo de luz producto del sol y del ventanal. “Los hijos son la certeza de la vida eterna” dijo y se aclaró la garganta anegada de emoción al pedirme un favor. “No le dice a mi hija, que esta allá en el mostrador, que estoy acá” y mientras me levantaba para cumplir el encargo agregó “Que siempre voy a estar acá…” completó. Confieso que no me molestó levantarme del letargo al sol ni recorrer más de veinte metros hasta el mostrador. Allí me encontré con una chica joven casi parecida a su madre aunque con la mirada más apagada y ojerosa. Llevaba de la mano un nene que era el vivo retrato de su abuela con ojos más grandes y más picaros. Por un segundo tuve la sensación de estar cometiendo un terrible error. En ese instante el tiempo desaceleró su presencia en medio de tanta gente, tomé aire y repetí el mensaje con meticulosa exactitud. La mujer negó con la cabeza y sus ojos se anegaron en lágrimas “Mi mama murió ayer” susurró ante mi estupor. Casi con vergüenza me volví para señalar el lugar en el asiento pero allí no había más que sol de mayo. Me disculpé varias veces y la mujer que no supo qué hacer con tanta pena aferró la mano de su pequeño. Como bien dijo su madre, la inmortalidad prevalece en los hijos.

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