domingo, julio 30, 2006

Homenaje



UN FINAL FELIZ

(Tributo a Truman Capote)

Escena. Un bar a las afueras de Los Ángeles, un tanto obscuro, nublado por las tinieblas de los cigarrillos nocturnos y los vapores, invisibles, de las bebidas de cuerpo voluptuoso como el whisky y el ruhm. Pasa de la medianoche, llueve copiosa y fríamente; las gotas parecen agujas hipodérmicas que se clavan en las venas del asfalto. Apenas hay tres clientes, cuyos ojos apagados de borrachera son faroles que iluminan la nada.
Tengo los codos apoyados sobre la barra, ya, no hay más trabajo y mis piernas lo agradecen. Dejé la bandeja en su lugar y terminé las pocas paginas que me quedaban de “Desayuno en Tiffanny´s”. Por unos minutos sentí deseos de dejarlo todo, ser como Holly Holightly, la protagonista del libro, una mujer cuyo oficio es el de ser viajera; Pero solo soy una mesera de medio tiempo, sin dinero y con un futuro, demasiado incierto.
Luego recordé el final de la novela: Holly, engañada y perseguida, abandona a sus amigos habiendo sido presa de su estándar de vida. Siempre quiso ser la esposa importante de alguien y sólo logro ser recordada por alguien, que tal vez, la amó. Suspiré y reconocí que no quería terminar de esa forma, tan solo queria poseer la misma entereza y el mismo carácter, para algún día dejar mi trabajo mediocre y salir al mundo. “Sueños”, dije con sarcasmo y continué mirando, como los borrachos, la nada.
La puerta se abrió dejando entrar la helada brisa del exterior, que olía a pecera sucia y olvido. Una mujer de anteojos negros entró algo apresurada y se sentó en una de las mesas del fondo. Se quitó las gafas, ocultando su rostro expuesto, en las sombras fantasmales del bar.
Con desgano, me acerqué a preguntarle si deseaba tomar algo. Sus ojos azules eran melancólicos como los de los desterrados, sus gestos cargaban con la congoja de los funerales. Creo que intuyó mi descubrimiento, bajó la vista balbuceando que sólo tomaría un café negro.
Preparé la taza con cuidado, observando sus movimientos en las sombras; había encendido un cigarrillo rubio, con la vista fija en la puerta. Su cabello era fino, delicado, de un rojo-fuego brillante como el oro puro de las joyas antiguas. Sus dedos tamborileaban impacientes el mantel champagne y la mesa.
Cuando vio que me acercaba con la taza volvió a colocarse las gafas, -Doble -dije- cortesía de la casa. Agradeció con una sonrisa efímera y teatral.
Volví a la barra y abrí nuevamente el libro que había terminado, para simular una lectura y así poder observarla. Con nerviosismo, arrojó una pizca de azúcar y revolvió furiosamente el humeante café con los ojos clavados en la entrada. Esperaba a alguien, era indudable.
Uno de los borrachos se puso de pie, entre mareos y maldiciones. Tomó el último trago con ira para luego caminar tambaleante hacia la salida, sin decidir si salir o desmayarse. Se infundió coraje como un gladiador romano y abrió la puerta de par en par, acomodó su saco y salió a la líquida intemperie de la lluvia. La hoja había comenzado a cerrarse, en su chillido marchito, cuando las manos de un hombre le impidieron continuar su letanía.
Miré a la mujer, en las sombras, pues el persistente sonido de sus dedos al tamborillear la mesa se había detenido. Era a él a quien esperaba. Bajo la débil luz de la entrada, distinguí sus rasgos; Alto, delgado, de ojos oscuros y profundos, también en él se percibía una tristeza absoluta.
Miró hacia los lados, antes de sentarse frente a ella; ambos sonrieron con la candidez de los un niños al cometer travesuras y luego se tomaron de las manos.
Me aferré a las tapas delgadas del libro, como los náufragos a un salvavidas en medio de la tempestad, y los observé sin culpa ni decoro.
A simple vista parecían amarse mas allá de la comprensión y ese cariño desmedido era una virtud envidiable. Luego comenzaron a batallar con palabras, como enemigos irreconciliables. No pude descifrar la discusión pero algo entre ellos estaba quebrándose como el cielo gris en el exterior. Ella lloró y negó, él bajo la cabeza mientras hacía girar una alianza de oro que se ceñía a su dedo anular, como la cadena a un preso lo liga con su condena y su destino.
Quiso detenerla, sus ojos, sus manos y sus palabras se desesperaron por hacerlo, pero no pudo. Ella secó sus lágrimas con amargura y salió del bar. Pude verla a través de la ventana, estaba de pie dejando que la lluvia se uniese con su llanto. Al volver la vista lo vi junto a la puerta, dibujando con los dedos la figura de la mujer sobre el cristal empañado. También estaba llorando cuando salió, no tuvo que llamarla para que ella se volviese.
Se miraron, tal vez sonrieron; luego sus cuerpos se mezclaron en una abrazo eterno como el conjuro de los besos que compartieron ante la mirada de la noche deshecha de lluvia. El tiempo se detuvo para retenerlos como una postal instantánea de felicidad. También se paralizó el humo de los cigarrillos, el hálito de los borrachos del bar, el tránsito en la calle y la bruma de la tormenta. La visión de aquellos amantes irradiaba una felicidad trágica, una sensualidad secreta, una especie de magia, escapada de los sueños o de los cuentos de hadas a la hora de dormir.
La lluvia se detuvo, cuando caminaron por el bulevar y fueron engullidos por la solemnidad de la noche. No volví a saber de ellos pero, junto a la propina, él había dejado el anillo. Tal vez ahora sean felices.
La madrugada estaba desapareciendo con las primeras luces del amanecer; decidí dejar el bar y descubrir el mundo, como Holly Holightly. Era hora de ocupar mis noches en otra cosa que no fuese escuchar relatos amargos de infidelidades y desengaños. Escribir quizás.
Empecé por esta historia; ya habrá tiempo para finales tristes cuando el dinero no alcance a fin de mes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno Agus!!!!!!!!!!!! Raquel