miércoles, agosto 02, 2006

MOSCA



Mis piernas se extienden múltiples con rápidos y ágiles movimientos. A simple vista, de tan delgadas, dan la apariencia equivoca de fragilidad sin dar muestra de lo seguras y firmes que son. Parecen calcular por sí mismas la confiabilidad del terreno. Son capaces de proezas dignas de malabaristas, me han convencido de ello en mil y una huidas.
Agito mis alas con aparente nerviosismo cuando en realidad obro calmadamente. Mi cuerpo no posee carne, sólo nervios que funcionan con rítmicos impulsos de algo parecido a la electricidad. Mi piel, verde en su extensión, esta cubierta de vellos sensitivos, los que suelen advertirme cambios repentinos de brisa y peligros inminentes. Mis miradas son cientos, todas distintas; penden sobre mi cabeza como un faro sobre la playa. Mi boca es cónica y extensa.
Lamento la ausencia de la calma. No duermo. No reposo. Siempre estoy alerta. Siento permanentemente la amenaza, nunca sé de qué se trata, pero siempre esta allí, esperando por atraparme. Aguardo como un condenado en el patíbulo de la cárcel más grande de todas, el mundo. Me he convertido en un ser receloso y desconfiado. No ha sido a propósito; todo en mí es consecuencia del obrar perverso de la naturaleza.
Ahora puedo sentir el deleitable olor otra vez. No está muy lejos. Es penetrante, atractivo y, aunque parezca extraño, mis ojos pueden percatarse de su presencia, como si se tratase de una fantasmal luminiscencia. Lo ansío, lo deseo, mi boca se colma de saliva. Sé que proviene de la lenta descomposición de un cuerpo, no me da asco, la sola idea de saborear a la muerte enciende mis sentidos.
Estoy cerca. Me sumerjo en el éxtasis del aroma, dejando que mi cuerpo caiga en él como lo hacen los hombres al arrojarse al arroyo. Llego a la fuente, algo confundido por la pasión que se funde en mi estómago. Su color tiene el fulgor de las divinidades, su consistencia es tierna como los frutos maduros de la selva. Poso mi cuerpo sobre él, tiemblo de deseo. Como un impulso devuelvo y observo como los ácidos del liquido comienzan a disolver a mi presa. Creo que es el cuerpo marchito de un hombre de poco más de treinta años, sus ojos perdieron el reflejo de la vida y se transformaron en piedras opacas. Pese a todo, aún no ha muerto, como una imperceptible brisa puedo escuchar la letanía de su respiración.
Por un instante, me paralizo. Contemplo el momento, miro el alimento con el mismo respeto y devoción que reflejan los ojos cristianos durante la comunión.
Me inclino con cuidado y dejo que mis labios toquen lánguidamente la carne deshecha. El simple contacto dispara a furia el hambre y comienzo a sorber con fuerza. Mis ojos se nublan y por un momento puedo experimentar los sentimientos de la carne. Muriendo parte de un todo. Consumiéndose sin obtener de su vida más gloria que la de saciar mi apetito.
Lentamente el hombre muere. El aroma de la descomposición se hace más fuerte e internamente veo su cuerpo como un manjar infinito. Lo sobrevuelo como un terrateniente dichoso. Es mío. Ahora y hasta el momento en que se consuma para siempre.

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