sábado, agosto 19, 2006

EL ANATOMISTA DE LA MUERTE


El medico despertó con asco y desazón. Los vapores del laboratorio estaban contaminando sus sentidos y descomponiendo su estómago. Se levantó, lavó su rostro como todos los días y contempló, por un instante su imagen decolorada en el espejo. Recorrió, con la punta del dedo índice, el contorno de sus facciones y pensó en su trabajo, “Un arte” murmuró con vanidad.
Su labor era la de preservar la apariencia de los vivos cuando la muerte cerrara sus manos sobre ellos. Un cuerpo tras otro perfeccionaba la técnica, restauraba heridas y momificaba gestos con una naturalidad sorprendente. Ahora su único trabajo era ella. Volvió la vista al laboratorio y observó el reposar desnudo de la mujer. Una mezcla de lujuria y vanagloria recorrieron sus sentidos. Escuchó tiros a lo lejos y comprendió que era hora de culminar su obra, “Serás la mejor”, pensó en silencio y comenzó a vestirse.
Su ropa, perfectamente pulcra, poseía un perpetuo y repugnante olor a formol.
Descubrió el rostro de la mujer. Allí estaba, con expresión santa, la dueña de las polémicas; la artífice, conciente de miserias y alegrías. Ahora, fríamente muerta, era solo el recuerdo de glorias pasadas, una luz apagada en sus propios rencores y en su propio calvario.
El medico se inclinó y observó con detalle el color de las venas. El azul profundo, obtenido por los líquidos conservantes, colmó sus pretensiones. Verificó, con clínica mecánica, la posición de los músculos y de los huesos; la textura de la piel y la consistencia de la carne. Donde hizó falta inyectó más conservantes. Con cuidado abrió los ojos y contempló las pupilas que, de tan intactas, le provocaron escalofríos.
Se incorporó y tuvo la sensación de que la perfección del cuerpo era extrema, como si un sueño extraño hubiese atrapado a la mujer y la hubiese mantenido, en cuerpo y alma, oculta de la muerte. Sabía que no era posible. No estaba viva en realidad. Pero era finalmente incorruptible. Eterna.
A lo lejos se escucharon sirenas y tiros. A través de la ventana un reflejo anaranjado inundaba uno de los lados del laboratorio: un incendio, en el puerto, comenzaba a hacerse infernal. Temió por el inflamable estado de su trabajo. Acarició el cabello de la mujer y sacando un llavero del bolsillo se aproximó a una sala contigua.
En el recinto con llave moraban, en distintos cofres, las réplicas de ella acuñadas en cera. Dormían por igual el estado indiscutible de su perfección. Solo un avezado patólogo podría haber descubierto la diferencia entre la mujer y sus hermanas.
Decidió que era tiempo de hacerla descansar y convertirla en un objeto de observación, admiración y devoción. La depositó en una cámara negra y con el arte propia de un mago ó un espiritista, hizo pendular el cuerpo sobre unos hilos invisibles.
La perfección extraordinaria de su trabajo, hacía que los visitantes se descompusiesen de estupor y sorpresa. Él los espiaba entre las cortinas, en la oscuridad sus gestos se colmaban de vanidad y en privado volvía a pensar en ella. Antes de dormir, todas las noches, pasaba a verla. Permanecía horas de pie, solo observándola. Ensimismado con los ojos perdidos entre la devoción y la pasión. Pero todo aquel ritual comenzaba a ser parte de una obsesión.
Durante tres años dedicó cada minuto de su vida a perpetuar la perfección de la muerta. Observando y mirando consumaba el deseo. Malsanamente, es cierto, pero sabia que en el fondo ella le pertenecía. La había hecho renacer, como un Fénix glorioso. Era su segundo padre. Pero reconocía, pese a sus anhelos, que la posesión de la mujer era efímera. Pronto llegarían a reclamarla para conseguir con su vida, suspendida en muerte, nuevos triunfos. Nuevos años de poder.
Se pregunto por el general (¿Dónde estaría ahora ?). Él había sido el más interesado en conservarla. Después de todo ella era su esposa y habían compartido además de la vida conyugal, una próspera sociedad política. Pero ahora él estaba exiliado y prófugo y el gobierno militar que lo reemplazaba tenia demasiado interés en destruir todo aquello que recordase al antiguo régimen. Por primera vez tuvo miedo. Temió que la lastimaran, la quemaran ó la enterraran, y así corrompiesen su perfección y la vez su trabajo.
Como suele suceder con el advenimiento del miedo, los recuerdos regresan con la fuerza de la trascendencia. Volvió varios años hacia el pasado; allí estaba ella, viva aún, se esforzó por rememorar con detalles aquel fugaz momento pero no pudo.
No era bonita, pero de su personalidad emanaba un magnetismo singular. Si no se cruzaba con ella más que un par de palabras, se pensaba que era reservada; pero, en realidad era una rara mezcla de vulgaridad y carácter. Una dama admirable pero salvaje. Se notaba que el general, en selectos círculos sociales, la influenciaba de sobremanera a los efectos de adormecer sus peculiares características. En los palcos, en los actos, ella era realmente libre; gritaba, se conmovía y se comportaba amparada en los sentimientos, humanos más primitivos y básicos.
Ella no le dirigió la palabra, no supo entonces que el médico la observaba con atención y que en el futuro el preservaría la imagen de su vida con extraordinaria maestría. Al anatomista le hubiese gustado poseer mas remembranzas de aquel momento, para recrearla luego con mayor perfección.
El sonido intermitente del teléfono, lo hizo regresar a la realidad. Del otro lado, su saludo fue respondido con sequedad por un coronel, de apellido alemán que le hizo saber que debía ver a la mujer cuanto antes. Buscó excusas pertinentes pero el militar con un típico comportamiento autoritario le reitero que debía verla con urgencia y que salía para el laboratorio.
Supo entonces que debería despedirse de ella. La madrugada se diluyó lentamente y las sombras de la noche se fueron consumiendo en luz. El médico estrechó lánguidamente la mano que le ofreció en saludo el coronel. El militar encendió una pipa y sacó del maletín varios folios en cuya tapa se podía leer “Secreto”.
- He venido en representación del gobierno, créame, que esto me da muchísimo pudor.
El anatomista lo miro sin entender.
- Realmente no comprendo de qué está hablando.
El coronel esbozo una sonrisa sarcástica y dio una calada profunda antes de retomar la palabra.
- Estos documentos dicen que usted se niega a devolver el cuerpo de... bueno “la señora”, por que el gobierno, ahora fugitivo del general le adeuda dinero.
- No es así, he cobrado en término, la conservo aquí por que esta a salvo y por que he dado mi palabra a su madre. He prometido velar por ella.
- Vamos, estamos solos, la deuda de dinero no es lo único que esta en estos informes. Aquí dice que usted se ha obsesionado con ella. Que la ama...Me da asco pensarlo.
El médico miró al militar con profunda vergüenza pero no admitió nada, algo en aquel hombre lo hacia desconfiar.
- No sé quién es usted, pero me ofende su falta de respeto hacia la señora.
- "Señora", qué ironía, llegar al presidencia montada en el calor de las sabanas. Lamento decirle que el gobierno pretende darle sepultura y he sido asignado para ello.
El militar recogió los informes y se puso de pie extendiendo lentamente su mano marcial.
- Soy el coronel Mori Kroenig, ahora nos conocemos. Tiene dos días para acondicionar todo. Nosotros nos encargaremos de ella. Lo haré personalmente.
El médico sintió escalofríos, vio en los ojos del militar el fulgor que veía en los propios al mirarse al espejo. Pedro Ara supo entonces que el coronel tendría en su poder por mucho tiempo, el destino, la eternidad y el cuerpo de Eva Perón.

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