martes, octubre 31, 2006

DEJA VU


“ Sueños de ríos, como escenas de una película olvidada, derivan a través de la noche, en tránsito entre la memoria y el deseo ”.
El día de la creación, j. G. Ballard

A Jorge Luis Borges

Cuando recibí el informe del estudio Valdez, el pulso, en mis venas ardió al punto del colapso y estalló violento en algún punto remoto, entre el corazón y el cerebro, entre la razón y la imaginación.
Alguien me dijo alguna vez que Deja-Vu es la sensación de haber vivido o soñado un momento presente. Pero conocí a un hombre que me aseguró que, al rememorar un suceso, modificó el presente y la historia. Entonces, no di crédito a su aseveración pero el tiempo transformó sus palabras en un credo obsesivo que impulsó la investigación de los hechos narrados.
El informe del estudio Valdez era preciso: Eric Drach, del que adjuntaban foto a los fines de verificar la identidad, tenía sesenta y tres años, tres hijos y cinco nietos. Durante la guerra del dieciocho recibió una medalla de honor por haber repelido un ataque enemigo.
Drach había enviudado hacía tres años y aún vivía en Francia, pero mi amigo, el que me refirió la historia increíble, cuyo parecido era idéntico al del hombre del informe, había muerto en Buenos Aires hacía más de cinco años, luego de pasar toda su vida en una silla de ruedas a causa de las balas que impactaron en su espina durante un ataque enemigo el 23 de mayo de 1918. Su nombre tambien era Erich Drach.
Recuerdo perfectamente la mañana de su muerte. Llegué al hospital al amanecer, acudiendo a su llamado, sabiendo que sería el último. Me senté a su lado y al ver que se quitaba la mascara de oxígeno me sobresalté. Me calmó con sus ojos cansados pero lúcidos y me pidió escuchase con atención lo que habría de contarme.
Drach tuvo un sueño, extraño y vívido. Volvió a recrear el ataque que lo había postrado. Vio sus pies sobre la tierra negra de la trinchera, humedecida por el sudor, el temor y la sangre. Caminó lentamente hacia el exterior, con los ojos poblados de sombras, tanteando como un ciego las paredes deformes del refugio.
Antes de salir a la superficie, tomó el revólver de su mochila. Presagiaba el destino porque ya lo conocía.
Al ver el campo de batalla yermo de tantas balas, botas y sangre al recordar que alguna vez fue un bello valle, las lágrimas se le atoraron en la garganta.
Miró el horizonte ausente al norte y vio la figura de un hombre avanzar rápidamente hacia él, con la ferocidad de un tigre al abalanzarse sobre la presa.
El tiempo, en el sueño, se volvió lento y, en un segundo eterno, fue capaz de tomar el revólver y disparar con éxito sobre el enemigo.
Retornó al refugio jadeante y, antes de que pudiese pensar en el horror de haber matado, se dejó encandilar por el fulgor de la batalla y luego, por la gloria de la victoria.
- Cambie todo – me dijo – al soñarlo: al saber lo que habría de suceder cambié el presente. No hubo balas para mí, ni exilio, ni nada.
Asentí compadeciéndolo, como se hace con los locos pero tomó mis manos con fuerza y casi con su último aliento, me aseguró:
- Esta mañana, antes de llamarte y después de recordar el ataque, ha venido a visitarme un extraño, dentro del mismo sueño. Caminó por el cuarto, escuché y conté cada uno de sus pasos: fueron trece. Reconocí su mirada al estudiarme a través de la máscara de oxígeno – tomó una amplia bocanada de aire, después del derrotero frenético de sus palabras – y cuando estuvo seguro de que lo escuchaba, se inclinó y me agradeció.
Negué enfáticamente el capricho de lo que creí eran alucinaciones pero Drach cerró sus puños sobre mis muñecas:
- No entendés, era mi voz la del extraño. Volví a soñar el pasado y lo modifiqué, me salvé y lo salvé, eso es lo que debía agradecerme.

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