martes, octubre 10, 2006

UN JARDIN DESCOMUNAL



Me detuve frente a la reja que cercaba la casa y observé con detenimiento las formas, en apariencia arbitraria, en las cuales se doblaba y se retorcía el hierro herrumbrado. No eran dibujos azarosos sino más bien la representación de una ceremonia secreta de seres regordetes y pequeños como querubines celestiales. Respire la humedad de la hierba descontrolada que anidaba en todos los espacios que lograba divisar.
Abrí la puerta con una determinación inesperada y comencé a caminar por el jardín que se derramaba oscuro como la sangre de una victima reciente y desconocida. Había flores de formas y colores jamás imaginados semejantes a trozos de pintura dispersos y atractivos como las joyas de un cofre secreto.
En medio de un caos de naturaleza desmedida y frondosa se dibujaba el contorno gris profundo de una casa cuyas ventanas asemejaban las cuencas vacías de una calavera. La brisa, siempre presente hacia ondular los vestigios de cortinas, que ahora no eran mas que raidos recuerdos de una riqueza lejana.
La casa era fría y solitaria, de muebles escasos y gastados y de pisos duros de mármoles que alguna vez ostentaron el color del champgne. Un repiqueteo constante atrajo mis sentidos hacia lo que parecía ser el estudio.
Vi a través de una puerta entreabierta, el brillo de las llamas al arder como si un velo escarlata envolviese el recinto en un capullo infernal. Entré sin ser invitado con la inexplicable certeza de ser bienvenido.
Un hombre de facciones adustas me recibió sonriendo con educación "Lo he estado esperando", dijo.

Entonces desperté.

Cuando, hace más de un año, decidí acudir a la cita postergada con un viejo amigo de la infancia, las añoranzas y los recuerdos de vivencias comunes, no lograron disipar el fastidio que sentía propagarse en mi persona. Era una sensación despreciable, lo sé, pero inevitable. El tiempo de la niñez me unió a Daniel Morales pero paulatinamente los años del Llanero Solitario y el patrón de la vereda se diluyeron tras la aparición de los primeros compromisos y las primeras novias.

El bar, escogido para el reencuentro estaba levemente iluminado y vacío. En un rincón apartado Daniel Morales fumaba nerviosamente unos cigarrillos que a la distancia parecían ser negros. La esencia de la juventud compartida habia desaparecido tras unas pocas arrugas, un pelo escaso y demasiado cano y unos pómulos pronunciados que enunciaban la presencia de una salud frágil.

Nos saludamos y pude entrever en sus gestos que para él el tiempo no había transcurrido de la misma forma en que lo había hecho para mí. La conversación era ondulante y los temas abarcados se desplazaron elípticos entre las anécdotas, los recuerdos y las opiniones como si formasen parte de una impersonal entrevista laboral.

Daniel Morales encendió el décimo cigarrillo, aspiró profundamente el humo como si intentase hallar en él el valor necesario para realizar una confesión. No recuerdo con exactitud las palabras que utilizó pero me contó que padecía cáncer y que tan solo le quedaba un mes de vida. Entonces lo vi, en un recodo de mis recuerdos, niño como antaño. Recuperé su imagen fundida en olvido y recordé todas aquellas cosas que nos unieron y desprecié las vueltas del destino que terminaron por separarnos.

- No tengo amigos cercanos solo me quedás vos - respiró con dificultad como si las lágrimas que humedecían sus ojos oprimiese su garganta - solo quiero que me escuches por que creo que estoy enloqueciendo. Tengo un sueño terrible cada noche. Una pesadilla que me transporta hacia una casa y hacia un hombre que me espera - dijo con las manos temblorosas.

Me ofreció un cigarrillo y acepté pese a no haber fumado durante años. Dejó que el humo ascendiera misterioso y continuo su relato con dificultad.
- Conozco la pesadilla desde hace años, todo comenzó cuando conoci, brevemente, a una mujer.-

Colocó sobre la mesa un cuaderno azul decolorado por el agua que asemejaba a un fragmento de mar olvidado. Abrió las tapas delgadas y pude observar, en él, una caligrafía elegante y femenina, “Paula”, murmuró mientras comenzaba a contar la historia que, me advirtió, me parecería increíble.

Tal vez su timidez impenetrable no era más que cobardía. Quizás la felicidad no rehuyó a su destino sino que él mismo se aparto de ella con inconciencia.
Fue a fines un otoño que preso de la desesperación de la soledad comenzó a desperdiciar las tardes en la observación inocente de mujeres solitarias. Como si se tratase de un cortejó mudo que se esfumaba en intenciones. Nunca habló con ellas, ni precipitó un encuentro con artimañas de conquista, pero hubo una excepción.
Llovía a cantaros el día martes en que la conoció; las calles grises de la capital se confundian en el horizonte con las aplomadas nubes embebidas de tormenta. La vio caminar con una pasividad casi de ensueño, como si sus pasos se guiaran elegantes a través de un salón de baile. Sus ojos y su cabello largo eran oscuros como el deseo que despertó en él.
La siguió con la intención de hallar esa tarde la voluntad necesaria para afrontar un encuentro. Caminaron varias calles, separados por siete metros de cobardía pero había algo errante y desorientado en el andar de la mujer. Al cabo de una hora se detuvo frente a un jardin, custodiado por rejas y abrazado por una maleza descomunal y abriendo un cuaderno azul comenzó a escribir con desesperación.
La lluvia permanecía férrea en su intención de ser permanente y la mujer deslizaba las palabras sobre el papel con la misma pasión del agua.
Cerró el cuaderno y lo dejó sobre el cordón de la vereda. Miró hacia el cielo, con los ojos entrecerrados y sonrió como si contemplase la consumación de un milagro, en sus gestos se dibujo el brillo de una felicidad desconocida. Apresuró los pasos al cruzar la calle y un auto no se detuvo ante la aparición espontánea de su figura.
Se llamaba Paula, había nacido un año antes que él. Era soltera y compartía la soledad de una vida ausente de parientes con una gata al que llamaba Camila. Todo eso y más leyó en las hojas de aquel cuaderno azul cuya esencia era la de ser un diario intimo desteñido por la lluvia.
La última página del diario, escrita con menos perfección caligráfica y menos elegancia estilística, describía las imágenes de un sueño continuo o una pesadilla cruel. En él, Paula, encontraba las puertas de un jardín descomunal y salvaje y un hombre se hallaba esperándola en el interior lúgubre de una de una casa solitaria.
"Encontré el sueño" fueron las últimas palabras que escribió antes de cruzar la calle.

Las palabras que narró Daniel Morales se fundieron con las mías. He olvidado los gestos que acompañaron el relato pero me aseguró entonces que había comenzadó a soñar con aquel jardín, aquella casa y aquella cita desde el día en que los médicos le aseguraron que su enfermedad no tenía cura.

He soñado con el jardín y no me queda más que acudir a la cita.

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