lunes, noviembre 13, 2006

Olor a lluvia del Serengueti



(Un recuerdo de la infancia)

El miedo conjura extrañas trabas en la memoria. El tiempo transcurre sin que podamos traspasar los complejos sentimientos que reprimen la verdad e inevitablemente, en un sueño, en una tarde de lluvia o en una madrugada de insomnio el terror reaparece entre las sombras para no consentir el olvido.
El primer recuerdo que me llega de la casa es ese interminable jardín que tenía en el frente y cuya naturaleza voraz abarcaba las paredes con enredaderas minuciosas. Allí entre los rosales y glorietas, había vivido el abuelo hasta nuestra sorpresiva llegada una calurosa noche de septiembre.
La humedad y el claustrofóbico calor contrastaban con los continuos temblores de mi padre. Por alguna razón pensé entonces en mi madre. De ella me sobresalta el recuerdo de sus manos al despertarme y su sonrisa amplia que veo cada día en la imagen del espejo como un rasgo o una huella innegable de la genética.
A Silvia, así se llamaba mi mamá, se la llevaron a la salida de una fábrica en Córdoba y esa tarde, y todas las tardes me privaron de tomar la leche con ella y hablar de la escuela.
Encerrados en el estudio Papá y el abuelo discutieron por horas. Se reprochaban cosas del pasado y el abuelo le echaba en cara ser parte de una revolución de ingenuidad y mentiras que había propiciado la desaparición de su hija. El corazón me latió muy rápido y recorrí en segundos las ultimas horas de nuestro viaje; el traslado a la terminal, con las pocas cosas que cabían en un bolso. El abrazo interminable de “el gordo” y papá cuando bajamos del citroën destartalado.
Entonces no quise creer que mamá no iba a volver pero con el tiempo entendí que la ausencia prevalecería en su recuerdo y en mi sangre. Imborrable. Inolvidable. Mientras sentía el abrazo de mamá algodonando mi cansancio la discusión en el estudio continuó con una lluvia de rencores. Rebelde. Autoritario. Zurdo. Facho.
Sentado en el living, al lado del bolso de lona comencé a mirar, con las pupilas curiosas de los seis años, la extraña colección de cosas que mi abuelo amontonaba en aquel amplio espacio. Fotos de gente entre animales exóticos e inertes, un centenar de decorativos elefantes de variados colores y tamaños y la espigada figura de dos cuernos enmarcando un trofeo de vaya a saber que cosa.
También había un curioso cuarteto de muñequitas chinas blancas y frágiles que daba miedo respirarles encima por no lastimarlas. Una colección de rifles llenos de polvo, de caños largos y dudoso funcionamiento. Volví sobre mis pasos con un temor inconsciente hacia el arma y las suelas de mis zapatillas se hundieron en una superficie de ensueño.
Miré al piso y la ví. Majestuosa. Imponente. Furtivamente segura de su presencia como una diosa caída del paraíso. Me paré enfrente para dejarme caer en el influjo de sus ojos verdes brillosos como el jade. Su piel espesa y cobriza, erizada quizás por algún cuidado especial, me embelesó como un truco de magia perfecto.
Era una leona joven y aunque sometida a la maldición de ser solo una piel que formaba parte de una decoración barata logró helarme la sangre encerrándome lentamente en sus fauces lustrosas y muertas.
El abuelo salió del estudio y yo caí sentado a causa del hechizo roto entre la leona y yo. –No tengas miedo – me dijo el abuelo - está muerta.
A los cinco años la muerte es una difusa sombra entre la ausencia y el olvido, incomprensible e inalcanzable. Por alguna extraña razón sus palabras me sonaron a mentira y mientras me acariciaba el pelo con orgullo y afecto sentí náuseas.
Papá salió del estudio y se sentó conmigo en el sofá. Me sentí a salvo de la realidad, de la leona, del abuelo de mamá y su presencia ausente. En algún momento me dormí.
Con los días nos acostumbramos a vivir juntos sin molestarnos. A respetar las ganas de comer y la voluntad de no hacerlo; a compartir silencios inexplicables y a escuchar las anécdotas de safaris peligrosos, con el sabor de la presa herida, que solía relatar mi abuelo los días secos y soleados después del almuerzo.
Creo que fue una noche de enero cuando el calor condensado en la maleza del jardín se colaba por las ventanas. Ahogado bajé al living donde parecía haber un poco de brisa. Descalzo me di cuenta de la presencia de la leona y como una acción refleja me senté en la inmensidad de su lomo y en algún momento me dormí.
El aire a mí alrededor se volvió frió, nebuloso, húmedo. Era el despuntar del alba cuando la luz apenas dibujaba el contorno de las piedras y los arbustos. Tenía la respiración agitada y los tendones agarrotados por el cansancio de una noche interminable de caza y fuga.
Abrí la boca y dejé que células olfativas especiales trazasen el paraje y los peligros. El aroma silvestre de la sabana me conmovió y me dejó sentir la presencia de una pronta lluvia. Disimulada en la brisa se agazapaba la inconfundible y sofocante esencia del diesel y la pólvora. El corazón se me aceleró hasta subírseme a la garganta oprimiéndola con despiadada maldad.
Gire sobre mis pasos escuchando a lo lejos el furioso ronronear del motor del jeep. Corrí dejando el aliento hirviente sobre los pliegues del paisaje. Luego toda la estampida del escape se ahogó en el eco de la bala zanjando el aire. Me volví a medias y el proyectil, incandescente, se desarmó en mi vientre en una tormenta de perdigones.
El dolor me atontó y caí en la hierba fresca casi sumergiéndome en un sueño profundo. Los faros del jeep, que iluminaron mis pupilas dilatadas, no me permitieron ver las botas del cazador tan bien como si vislumbré mi destino. Apoyó una rodilla en la tierra difuminando ante mis ojos las sombras que cubrían su rostro. – Es una buena presa – dijo – va a completar mi colección.
El horror de su sonrisa coroló el final de mi existencia. Los rasgos satisfechos de mi abuelo solo pudieron ser la antesala del infierno cuando en el reflejo de sus ojos me vi a mí mismo como la leona del living. Morí con las primeras gotas de lluvia.
Me desperté de un salto sobre el lomo mullido de la leona y con una insoportable sensación de desamparo, por primera vez desde que se llevaron a mamá, lloré la brutal analogía con su secuestro aferrando las manos al pelaje en un abrazo eterno. Llovió mucho esa noche. El frió entró por cada rincón de la casa y yo me volví a dormir, esta vez, en el cobijo maternal de aquella piel que tanto había sufrido pero que me protegería sin importar lo que sucediese. Sobre la leona, en un sueño plácido, el aroma salvaje del olor a lluvia del serengueti me transportaba a la libertad de la vida antes de la noche infame de la caza.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Agus, excepcional como siempre... me intrigan los cuentos que escribiste... quiero pronta publicación
Besosssss