sábado, mayo 05, 2007

UN RECUERDO


Esta es parte de una historia que surgió cuando estaba por terminar MONTECRISTO. Como habría sido estar en la cabeza de los personajes cuando nacía la venganza?...








Morirse

La sangre. Solo podía pensar en la sangre. La sangre como combustible del cuerpo, como la huella de la genética, de la familia. La sangre como corriente térmica del amor y la pasión. Su sabor la boca, en medio de la oscuridad y la fiebre. Trató de abrir los parpados pero hasta ese simple acto hacía correr por sus músculos un shock eléctrico de dolor.

El tiempo se había diluido entre las pesadillas y recuerdos. En algún lugar de su mente había sonidos que rescataban las últimas semanas de su vida y le confirmaban la terrible presunción de estar muriendo.

El brillo de los floretes cruzándose en la práctica, la mirada fija en el oponente olvidando los lazos de amistad. Acumulando los pensamientos y la cinética en la habilidad de poder encontrar el punto exacto en donde hundir el acero.

Los ecos de la contienda se expandían desenmascarando en la mirada furiosa de Marcos algo más que la simple competencia. El asalto en los callejones de Marruecos, el infame cuchillo en sus manos, solo había sido parte de un montaje con el fin de dejarlo en las puertas de la muerte.

El recuerdo de la descarga lo hacia revivir una y otra vez el trauma de su propio fin y el en fogonazo del disparo vio con claridad la traición en los ojos de su mejor amigo. El dolor del acero hirviente le paralizo los latidos del corazón y el envión del impacto lo empujó a una eterna caída de sopor y lagrimas. Antes de perder el conocimiento su último pensamiento fue para Laura.

Mucho tiempo después, Santiago Díaz Herrera abriría los ojos para comprobar que el encierro era peor que la muerte.

Laura se ahogo con el sabor del vació y las lagrimas. “Santiago había muerto” y algo de ella se había ido también. Su cuerpo se sintió ligero, perdido, despojado. La desesperación le colmo el pecho y se le revolvió el estomago tratando de pensar como podría seguir viviendo. No sabía. No podía. No quería.

Encerrada en la cocina, ausente de los llamados de su familia, tomo con manos seguras el cuchillo más filoso. Después del ardor del primer corte no sintió nada, solo le costo focalizar la muñeca derecha a causa de la impresión que le causaba la perdida de sangre. Cayó de rodillas y soltó lágrimas agudas que le punzaron el corazón. Se dejo ir. Se quería ir. Quería estar con él allí donde estuviese.

Laura Ledesma se desvaneció sobre la loza fría de la cocina sin sentir que la vida de Santiago estaba en ella con pocas semanas de gestación.

A Santiago la herida le dolía lo suficiente como para mantenerlo acostado sobre el piso sucio a merced de la oscuridad y los delirios febriles. Como si su vigilia transcurriese interminable en el vientre maldito de una ballena que no era mas que una polvorienta celda olvidada del mundo y el tiempo. De tanto en tanto escuchaba la respiración del presidio representada por los gritos de los reclusos en la noche interminable del ultraje, en la ira de los guardias cuyo idioma no entendía y en el fantasmal y aterrador andar de las ratas. Alimañas malditas que le susurraban al oído el deseo de probar los restos de su vida como si se tratase de un manjar exquisito y prohibido.
Con agonía se llevo las rodillas al pecho y en posición fetal trato de conjurar el sueño. En la atemporalidad del sueño siempre lograba verla. Siempre le sonreía. Siempre lo esperaba. Siempre lo abrazaba y lo besaba. Siempre era esa mezcla perfecta de amante y madre. Siempre era Laura quien lo cobijaba en su pecho para borrar las heridas de la reclusión y alejar el hambre de las ratas. Siempre lo amaba. Siempre era Laura.

Laura levantó los parpados con pesadez y a realidad le colmo la retina en una desprolija sucesión de luces y sombras. El aroma de la asepsia hizo anclar sus sentidos en la innegable y perversa certidumbre de estar viva.

Quiso llorar pero el letargo de los analgésicos y los tranquilizantes circulando por su sangre ahogaron cualquier posibilidad de expresión.

El sueño presiono sus parados que lentamente se dejaron llevar hacia la inconsciencia en donde su mente jugo a la fantasía en donde la esperaba la sensación de Santiago con un espectral abrazo para llevarla al pasado. A la felicidad.

Santiago sentía como la herida le rasgaba la piel al curarse. Tambaleante se incorporo y apoyo la frente en una de las paredes para apagar el ardor febril de su cuerpo. La celda giró ante sus ojos como un amasijo de ladrillos y barrotes.

Olió con repugnancia la decadencia de su cuerpo luego de semanas sin baño. Al llevarse los dedos a través de la cara, la barba y el pelo extremadamente largo le vaciaron el alma de una sola estocada precisa en el punto exacto en que el esgrimista guarda el equilibrio: Había pasado demasiado tiempo. Una sensación de ingravidez y abandono le comprimieron el pecho y acumulando lágrimas en sus ojos. Trato de convencerse. Trato de conservar las esperanzas de que alguien iría a buscarlo.

Para Laura el mundo era un patético cuarto blanco, una suerte de purgatorio carcelario en donde la mantenían sujeta a la cama “por seguridad” y la condenaban a sentir el ardor en las muñecas que le perpetuaban en la mente la impotencia y la ausencia.

Los recuerdos de Santiago aparecían como vagos trozos de un espejo roto en el que no lograba enfocar su imagen a causa de haber perdido la noción del tiempo. Él permanecía allí, joven, valiente, seductor e inalcanzable. A veces podía jurar que lo escuchaba hablarle de esgrima, con pasión y la hacia olvidar las interminables entrevistas de psiquiatras y psicólogos.

Sintió las nauseas navegando en su estomago y pidió ayuda por primera vez en días desesperada por los mareos y el dolor abdominal.

“Estoy loco”, grito Santiago mientras caminaba enérgicamente los cuatro metros de encierro como sí fuese a llegar a algún lugar. El tiempo, eterno, incansable, imposible de medir en días o noches con la sola presencia de un haz de luz proveniente de una lejana claraboya que le brindaba una imagen de libertad que lo encolerizaba.

Se apoyo contra la puerta de la celda y palpo su herida, ahora convertida en un nudo de piel sana que debajo comenzaba a albergar el terrible e incurable tumor del resentimiento y la venganza. Cerró los ojos y pensó en su padre, no era posible que lo dejara allí a merced de la muerte, la locura y las ratas. Se arrodillo y lloro el abandono como un chico. Todos lo habían dejado. Su madre. Sarita. Marcos. Todos menos ella. Todos menos su recuerdo. El recuerdo partido de Laura.

Laura apareciendo de noche para calmar el deseo, acelerar el corazón y cobijar la soledad. Laura apareciendo de día para obligarlo a comer los despojos de un arroz a medio cocer y llevándole a los labios el agua turbia que enfermaba los intestinos pero calmaba la sed. Laura apareciendo como la luz del sol mirado de frente, punzante, absoluta e inalcanzable. Dolorosamente lejana. Fantasmal espejismo que lo torturaba con abstinencia, lacerándole el cuerpo y alma. Laura sobre su boca suspirándole el aliento de la vida.

Santiago no podía evitar llorar y sentir que traicionaba el recuerdo de Laura deseando morir.

Laura estaba sentada ausente en medio de un jardín que le resultaba ajeno y borroso. Mirando sus cicatrices sentía que la muerte la tomaba de las manos y le hablaba de promesas que la seducían con olvido. Sacudía la cabeza y abrazaba su abdomen para apreciar que la vida de Santiago llevaba dos meses viviendo en su vientre.

Había en su mirada colmada de la nube perpetua de la depresión la conmoción de no poder vivir la alegría del embrazo por no lograr vencer el fuerte vacío del amor ausente.

Las cicatrices estaban allí revocando el destino de la muerte, enfrentándola a tener que entregar su existencia por otra que esperaba llegar.

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Santiago ya no sentía nada, era un autómata, un sonámbulo en la rutina de la mala comida, los castigos físicos y el confinamiento. Las ratas seguían pendientes de sus movimientos, pero ya no les temía había logrado ver en ellas una compañía a las que solía darles parte de su comida y divertirse con sus idas, vueltas y maromas.

Dejando de hablar había concentrado sus esfuerzos en mantener el estado físico.

Caminaba. Corría. Hacia flexiones. Cuatro metros le eran suficientes. Había dejado a tras la muerte el deseo de vivir le fluya en las venas. Ahora tenía un objetivo. Podía salir de ese lugar. Iba a salir de ese lugar para cobrarse con sus propias manos la traición. En algún lugar de su mente sabia que solo era una fantasía conjurada, entre la fiebre y la locura, para poder alimentar la supervivencia.

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