Otra mujer asesinada en un country. Otra ronda de rumores y teorías. Otra infame galería de sospechosos deambulando por los medios de comunicación. Otra excusa perfecta para que nos trepemos a los muros del barrio cerrado a espiar de “que va la vida” de aquellos que considerados de clase alta.
Otra vez es la victima, como antes Maria Marta Garcia Belsunce o Nora Dalmasso, la que debe soportar la tragedia de la muerte y la humillación de las habladurías. Porque la hipocresía no conoce de emancipación, autodeterminación y libertad. La mujer vuelve a ser abusada y maltratada cuando es acusada con misoginia de amoríos o negocios turbios.
Patéticos expertos se presentan en los medios, esbozan perfiles de asesinos, involucran nombres y conjeturas como un avezado escritor adhiere líneas de trama a una fábula interminable.
Por sobre la desventura del crimen, los alcances novelescos de las hipótesis y los culpables azarosos, se cierne el terrible fantasma de la moralidad. Una suerte de acusación encubierta que traslada la carga de la prueba al cadáver. Pobres argumentos se esgrimen para descalificar a la victima y, quizás sin pretenderlo, despreciar el homicidio.
Mientras tanto, imágenes privadas, filmaciones particulares y rumores generalizados deslumbran a la sociedad. Aunque su naturaleza trágica y terrible jamás supere a la ficción construida por los medios.
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