lunes, noviembre 12, 2007

DIBUJANTE

Las cosas no habían andado muy bien después del accidente. Entre los dolores de cabeza y la falta de apetito, apenas lograba dibujar dos o tres bocetos por día, antes de sentir un sopor insoportable que lo doblegaba en cualquier sitio.

Le dijeron que cuando el auto lo embistió iba arriba de cincuenta kilómetros por hora, y que su cuerpo dio tumbos como un muñequito de juguete y sus miembros se fracturaron en el aire como mondadientes de cristal. No paraban de decirle que “la había sacado barata”, pero los tres meses en el hospital y la fractura de cráneo no hacían cerrar las cuentas entre la suerte, la vida y la muerte.

Su oficio era dibujar. Lo había sido desde que con los torpes dedos de los seis años intento dibujar el gato de la abuela Irma. “Cristian”, era de un gris intenso, fácil de imitar frotando de costado la punta del lápiz, pero luego el azar genético hacia que el color diese vueltas intrincadas por el lomo y terminara atigrandose en la cola.

Nunca supo contar los días, pero de seguro contaban una semana entera cuando por fin escribió su nombre debajo del inmenso felino y se lo mostró a la abuela, que con una emoción genuina lo premio con un beso y monedas para muchos chocolates.

Luego de aquel primer intento, que su abuela guardo con orgullo, y aun a costa de las suplicas de sus padres, no se detuvo jamás. Dibujaba noche y día. Perfeccionaba trazos, sombras, relieves, trucos que simulaban rasgos y rasgos que simulaban trucos, hasta lograr dibujar con estilo y calidad como quien usa una maquina de escribir para redactar el mejor momento de su vida.

Y, sin pensarlo, se encontró dejando de lado momentos importantes, por permanecer encorvado sobre el papel. Algunos de ellos fueron mujeres. Otros fueron trabajos. Y otros tantos funerales. Hasta encontrarse solo en una casa heredada, llena de recuerdos que habían dejado de pertenecerle hacia años cuando su mano pudo tomar el lápiz.

Si se ponía a recordar. Si intentaba hacerlo, ahora después del accidente, todo en su vida se limitaba a un conjunto de viñetas. Cuadros, tras cuadros se sucedían como en una historieta incolora y ajada. El medico le había dicho que el trauma quizás habría alterado algunos sectores de su cerebro, pero él jamás se animo a confesarle, aquellos extraños recuerdos, solo delato los dolores y las pesadillas.

En una viñeta, páginas a tras en su memoria, había conseguido por recomendación el trabajo en el diario. Su compulsión y su abstracción no desentonaron en nada con la mecánica feroz del trabajo periodístico. Después de todo a él solo le tocaba realizar una serie cuadros, en la última pagina, referentes a la realidad nacional.

Precisamente en eso estaba, trabajando cuando el dolor se descompuso en sueño y dejo la hoja apenas esbozada y se dejo caer pesadamente en el sillón que había sido de su abuela.

Lo despertó la secuencial canilla de la cocina y su gotear. Se puso de pie encolerizado al punto pero el dolor inquietante, constante y agudo lo volvió doblego como a un muñeco de trapo. Se le desenfoco la vista pero apretó los dientes y se enderezo. Maldijo a la canilla y la cerró hasta sentir que el mecanismo se trababa para siempre.

Volvió de la cocina con los analgésicos en la boca, el sabor amargo ya no le molestaba, cuando trago estaba frente al trabajo que había dejado hacia horas. Su gesto se frunció con extrañeza. No recordaba haberlo dejado de esa manera. Tan avanzado que solo bastaban un par de retoques para mandarlo a la redacción.

Se encogió de hombros mientras firmaba y encendía la computadora. El scanner pasó dos veces sobre la hoja, y las imágenes reflejadas en el monitor le supieron más particulares que antes. Los miro con detenimiento incluso aplico el zoom en muchos lugares y se sintió de nuevo un chico de seis años ante el intrincado pelaje del gato de su abuela.

Un escueto mail, escrito sin presición ni comas ni puntos acompaño el dibujo que se esfumo digitalmente hacia el diario. Estuvo algunas horas mas mirando los cuadros que había trazado.

Todo le era familiar y a la vez equivoco. Había pequeños detalles, en el fondo, en algún rasgo al azar, en un movimiento captado por el lápiz, que le eran completamente desconocidos. Se recostó sobre la silla y contemplo el monitor de lejos. Volvió a atribuirle las extrañezas al accidente.

Después de todo desde aquel día las cosas no habían sido las mismas. Ya no le gustaba escuchar rock fuerte. Comenzó a no sentir el gusto de algunas frutas y los licores le daban nauseas. Solo podía tomar de vez en cuando una copa de vino blanco, sin enfriar y escuchar música instrumental para inspirarse o relajarse.

El sueño lo atrapo recordando los contrastes entre su vida antes y después del accidente como quien juega al juego de las diferencias de un diario y debe repasar la imagen para recordarlas.

Volvió a despertarlo la canilla y su mecánica constante de gotear y gotear. Pero esta vez también sonó el teléfono. La combinación de sonidos le taladro el cráneo y se disipo en sus sentidos como un torbellino insoportable de cacofonías reiteradas.

-Hola-. Dijo lo mas hosco posible para demostrar que la llamada interrumpía su sueño.

-Emilio…

-Carlos?.

-Escuchame…te va ir a ver la policía…

-Que?.

-Es por el dibujo…

-Carlos, que estás diciendo?

-Lo que dibujaste loco…En que carajo andas?

-No entiendo nada.

-Dibujaste la muerte de Olivares. El empresario que estaba secuestrado

El teléfono se le cayó de las manos.

Por primera vez, después del accidente, se levanto de un salto sin sentir mareo ni dolor. Corrió hacia el estudio encendiendo a todo volumen el televisor. Se apoyo sobre la mesa en donde yacía tranquilamente el dibujo que había enviado al diario la noche anterior.

Tres cuadros, sencillos y en apariencia inocentes, presentaban morbosamente a un hombre con las manos atadas a la espalda. La lectura era acompañada por el relato que hacía el noticiero, en el segundo se veía a dos hombres alejarse del cuadro con un maletín, simulando el rescate cobrado, y en el tercero se mostraba como le colocaban una bolsa en la cabeza para corolar el crimen o aniquilar algún dejo de vida.

-Las cosas no son las mismas desde el accidente.- Explicó al inspector de policía en vano, mientras lo interrogaban en conexión con la muerte de Olivares. No sirvió, tampoco, el explicar que lo que dibujaba era producto de su imaginación y que no solo no tenía contacto con secuestradores sino que hacia meses no salía de su casa.

Se sentó en un recodo de la celda. Rodeado de extraños. Contó más o menos cinco y luego cerró los ojos. Por primera vez, desde el accidente, tuvo miedo. Miedo de posibles golpes. Miedo de pasar hambre. Pero sobre todo miedo al dolor que comenzaba a subirle por la espalda y se le clavaba descarada e inalterablemente en la base de la nuca.

En algún punto, del día o la noche, se ponía de pie y caminaba unos pocos pasos con el fin de aplacar la acides y el ardor del sufrimiento, pero no lograba más que transformar sus paciencia y resignación en nervios y desesperación.

Sin los analgésicos el sueño y el descanso se le escurrían en los sentidos y dejaban paso a la desolación del sufrimiento. Trató de respirar profundamente, recordar técnicas de yoga de las que había leído alguna vez cuando realizó ilustraciones para el libro de un gran maestro zen. Pero con cada expansión del pecho, las costillas se le atrofiaban recordando los fantasmales trazos de las fracturas.

Volvió a sentarse y trató de perderse en las imperfecciones del suelo. Encontró un trozo de concreto suelto. Lo sopesó, lo observó y miró detenidamente los bordes filosos.

El dibujante solo sintió un escalofrió en su espalda y una extraño efecto de insensibilidad recorrió todo su cuerpo propagándose como una especie de alivio repentino que le permitió respirar con libertad.

Más tarde uno de los preso testificaría que el recluso se puso de pie con los ojos en blanco y que volviéndose hacia la pared comenzó a hacer intensos trazos con el pequeño pedazo de concreto suelto.

El inspector miró una vez más el extraño dibujo en la pared de la celda. En tres enormes cuadros se veía al dibujante en tres etapas distintas. Estando preso. Siendo juzgado. Y nuevamente preso rodeado de un centenar de hojas en blanco.

- ¿Ya está?- preguntó el oficial mientras se cruzaba con el inspector que salía de la celda encendiendo un cigarrillo. Asintió con desgano, se había encariñado con la perfección de los bosquejos que los guardias habrían de cubrir con cal. Miró sobre su hombro y pidió que le sacasen una foto a la pared. Presentía que seria un detalle curioso cuando el dibujante saliese del hospital para enterarse de su procesamiento en la muerte de Olivares. Veinte años, pensó, una vida para estar preso.

No hay comentarios.: